TRECE CHICAS, SIETE DE ELLAS MENORES DE EDAD, FUERON FUSILADAS EN 1939 CONTRA LA TAPIA DEL CEMENTERIO ESTE DE MADRID SIMPLEMENTE POR SER «ROJAS».
Carmen Barrero Aguado, Martina Barroso García, Blanca Brissac Vázquez, Pilar Bueno Ibáñez, Julia Conesa Conesa, Adelina García Casillas, Elena Gil Olaya, Virtudes González García, Ana López Gallego, Joaquina López Laffite, Dionisia Manzanero Salas, Victoria Muñoz García y Luisa Rodríguez de la Fuente, que así se llamaban Las Trece Rosas, no habían cometido más delito que defender la legalidad republicana contra el alzamiento militar del 36 y todas, salvo Blanca, la mayor de ellas con 29 años y la única casada y con un hijo de 11, militaban en la JSU, en el PCE, o en ambas organizaciones a la vez. Ni eran protagonistas ni lo pretendían, aunque los acontecimientos les reservase ese papel.
Todo comenzó a finales de febrero de 1939, cuando el Buró Político, máximo órgano de dirección del PCE, se reunió por última vez en Madrid para decidir qué hacer en caso de que la capital cayera en manos de las tropas franquistas, algo que parecía cada día más próximo. La decisión fue preparar la evacuación del mayor número posible de dirigentes y dejar la organización en manos de militantes de segundo nivel con la intención de que la mantuvieran con vida. Su tarea sería ayudar a los compañeros que quedaran en el interior, mientras desde el exilio se esperaban acontecimientos y se decidía qué hacer.Cuando el 28 de marzo las tropas nacionales entraron en la capital, la práctica totalidad de dirigentes comunistas se encontraban ya fuera del país y un grupo de muchachos, que se habían batido contra el enemigo en los frentes de Brunete y Guadalajara, se hizo cargo del partido y de la JSU. Ayudar a los camaradas presos y a sus familias, esconder a los perseguidos e intentar recomponer los restos de la derrota era su único objetivo.
Madrid era una ciudad inhóspita y peligrosa para los enemigos del régimen, en la que las delaciones estaban a la orden del día. Denunciar era una obligación patriótica, una forma de extirpar el cáncer del comunismo y, sobre todo, la manera más clara y directa de demostrar la adhesión al nuevo Estado. La capital era barrida calle por calle en busca de enemigos de la patria con un odio sin precedentes.
Y así fue como la Policía franquista llegó hasta José Pena Brea, un muchacho de 21 años que había asumido la secretaría general de la JSU por decisión de sus compañeros. Fue conducido a la comisaría del Puente de Vallecas, y allí torturado durante días hasta que contó todo lo que sabía para acortar su sufrimiento a un precio enorme. En días sucesivos fueron cayendo todos sus compañeros que fueron, a su vez, fuente de nuevas revelaciones.Las Trece Rosas estaban entre los numerosos detenidos.«Yo tenía 15 años cuando me detuvieron -cuenta María del Carmen Cuesta, hoy octogenaria- pero era valiente. Me llevaron junto a otras compañeras, entre las que estaba Virtudes, a la comisaría de Jorge Juan, donde estuvimos 10 ó 15 días. Nos interrogaban de madrugada para que no pudiésemos conciliar el sueño, y a los tres o cuatro días de estar allí empezamos a oír gritos estremecedores, espantosos, de compañeras que pasaban por los baños de agua fría, por las anillas eléctricas ».Las corrientes eléctricas en pechos, muñecas y en los dedos de los pies y manos fue una práctica normal con los detenidos políticos, copiada de los miembros de la Gestapo alemana que se desplazaron a España. Torturas físicas que en el caso de las mujeres se complementaban con vejaciones que buscaban su derrumbe psicológico. Muchas de ellas fueron peladas al cero, e incluso les raparon las cejas para desposeerlas de su feminidad.Su destino final fue la prisión de Ventas, la moderna prisión de ladrillos rojos y paredes encaladas inaugurada en 1933 como un centro pionero para la reinserción de reclusas, que los vencedores transformaron en un enorme almacén humano en el que se hacinaban 4.000 mujeres cuando su capacidad máxima era de 450.Los talleres, los pasillos y hasta los váteres hacían las veces de dormitorios para una multitud en la que convivían madres con hijos, ancianas y muchachas casi niñas. Se comía sólo una vez al día y cuando te tocaba, que podía ser por la mañana o de madrugada, un caldo negro que se obtenía de cocer vainas de habas. Hacinadas y con el hambre como compañera, la sarna y los parásitos se comían a las internas, y la avitaminosis les provocaba enormes llagas en la piel. Dolencias agravadas por la ausencia de unas mínimas condiciones de higiene.Así vivieron Las Trece Rosas hasta que la madrugada del 5 de agosto el runruneo de un camión viejo y destartalado les anunció que venían a por ellas. Dos días antes fueron condenadas a muerte por un Consejo de Guerra acusadas de un delito de «adhesión a la rebelión», y había llegado el momento de ejecutar la sentencia.Julia Conesa Conesa, de 19 años, tuvo tiempo de escribir una última carta a su familia que decía así: «Madre, hermanos, con todo el cariño y entusiasmo os pido que no me lloréis nadie.Salgo sin llorar. Me matan inocente, pero muero como debe morir una inocente. Madre, madrecita, me voy a reunir con mi hermana y papá al otro mundo, pero ten presente que muero por persona honrada. Adiós, madre querida, adiós para siempre. Tu hija, que ya jamás te podrá besar ni abrazar».
La misiva concluía con un ruego: «Que mi nombre no se borre en la historia».
Carmen Barrero Aguado, Martina Barroso García, Blanca Brissac Vázquez, Pilar Bueno Ibáñez, Julia Conesa Conesa, Adelina García Casillas, Elena Gil Olaya, Virtudes González García, Ana López Gallego, Joaquina López Laffite, Dionisia Manzanero Salas, Victoria Muñoz García y Luisa Rodríguez de la Fuente, que así se llamaban Las Trece Rosas, no habían cometido más delito que defender la legalidad republicana contra el alzamiento militar del 36 y todas, salvo Blanca, la mayor de ellas con 29 años y la única casada y con un hijo de 11, militaban en la JSU, en el PCE, o en ambas organizaciones a la vez. Ni eran protagonistas ni lo pretendían, aunque los acontecimientos les reservase ese papel.
Todo comenzó a finales de febrero de 1939, cuando el Buró Político, máximo órgano de dirección del PCE, se reunió por última vez en Madrid para decidir qué hacer en caso de que la capital cayera en manos de las tropas franquistas, algo que parecía cada día más próximo. La decisión fue preparar la evacuación del mayor número posible de dirigentes y dejar la organización en manos de militantes de segundo nivel con la intención de que la mantuvieran con vida. Su tarea sería ayudar a los compañeros que quedaran en el interior, mientras desde el exilio se esperaban acontecimientos y se decidía qué hacer.Cuando el 28 de marzo las tropas nacionales entraron en la capital, la práctica totalidad de dirigentes comunistas se encontraban ya fuera del país y un grupo de muchachos, que se habían batido contra el enemigo en los frentes de Brunete y Guadalajara, se hizo cargo del partido y de la JSU. Ayudar a los camaradas presos y a sus familias, esconder a los perseguidos e intentar recomponer los restos de la derrota era su único objetivo.
Madrid era una ciudad inhóspita y peligrosa para los enemigos del régimen, en la que las delaciones estaban a la orden del día. Denunciar era una obligación patriótica, una forma de extirpar el cáncer del comunismo y, sobre todo, la manera más clara y directa de demostrar la adhesión al nuevo Estado. La capital era barrida calle por calle en busca de enemigos de la patria con un odio sin precedentes.
Y así fue como la Policía franquista llegó hasta José Pena Brea, un muchacho de 21 años que había asumido la secretaría general de la JSU por decisión de sus compañeros. Fue conducido a la comisaría del Puente de Vallecas, y allí torturado durante días hasta que contó todo lo que sabía para acortar su sufrimiento a un precio enorme. En días sucesivos fueron cayendo todos sus compañeros que fueron, a su vez, fuente de nuevas revelaciones.Las Trece Rosas estaban entre los numerosos detenidos.«Yo tenía 15 años cuando me detuvieron -cuenta María del Carmen Cuesta, hoy octogenaria- pero era valiente. Me llevaron junto a otras compañeras, entre las que estaba Virtudes, a la comisaría de Jorge Juan, donde estuvimos 10 ó 15 días. Nos interrogaban de madrugada para que no pudiésemos conciliar el sueño, y a los tres o cuatro días de estar allí empezamos a oír gritos estremecedores, espantosos, de compañeras que pasaban por los baños de agua fría, por las anillas eléctricas ».Las corrientes eléctricas en pechos, muñecas y en los dedos de los pies y manos fue una práctica normal con los detenidos políticos, copiada de los miembros de la Gestapo alemana que se desplazaron a España. Torturas físicas que en el caso de las mujeres se complementaban con vejaciones que buscaban su derrumbe psicológico. Muchas de ellas fueron peladas al cero, e incluso les raparon las cejas para desposeerlas de su feminidad.Su destino final fue la prisión de Ventas, la moderna prisión de ladrillos rojos y paredes encaladas inaugurada en 1933 como un centro pionero para la reinserción de reclusas, que los vencedores transformaron en un enorme almacén humano en el que se hacinaban 4.000 mujeres cuando su capacidad máxima era de 450.Los talleres, los pasillos y hasta los váteres hacían las veces de dormitorios para una multitud en la que convivían madres con hijos, ancianas y muchachas casi niñas. Se comía sólo una vez al día y cuando te tocaba, que podía ser por la mañana o de madrugada, un caldo negro que se obtenía de cocer vainas de habas. Hacinadas y con el hambre como compañera, la sarna y los parásitos se comían a las internas, y la avitaminosis les provocaba enormes llagas en la piel. Dolencias agravadas por la ausencia de unas mínimas condiciones de higiene.Así vivieron Las Trece Rosas hasta que la madrugada del 5 de agosto el runruneo de un camión viejo y destartalado les anunció que venían a por ellas. Dos días antes fueron condenadas a muerte por un Consejo de Guerra acusadas de un delito de «adhesión a la rebelión», y había llegado el momento de ejecutar la sentencia.Julia Conesa Conesa, de 19 años, tuvo tiempo de escribir una última carta a su familia que decía así: «Madre, hermanos, con todo el cariño y entusiasmo os pido que no me lloréis nadie.Salgo sin llorar. Me matan inocente, pero muero como debe morir una inocente. Madre, madrecita, me voy a reunir con mi hermana y papá al otro mundo, pero ten presente que muero por persona honrada. Adiós, madre querida, adiós para siempre. Tu hija, que ya jamás te podrá besar ni abrazar».
La misiva concluía con un ruego: «Que mi nombre no se borre en la historia».
http://www.nodo50.org/foroporlamemoria/documentos/2004/13rosas_18042004.htm
No hay comentarios:
Publicar un comentario